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sábado, 3 de abril de 2010

Romeo y Galeano: una dupla implacable

Muy buena iniciativa de la sección deportes del diario La Nación, que llevó a cabo durante 5 capítulos la idea de que jugadores, entrenadores y periodistas deportivos leyeron fragmentos del enorme libro del escritor uruguayo Eduardo Galeano "El fútbol a sol y sombra". El primer segmento se refirió a la participación de Bernardo Romeo, delantero de San Lorenzo, quien se acercó a una escuela/comedor del Bajo Flores para compartir un momento especial con los chicos, deseosos de conocer a un futbolista muy querido en el ambiente, sobre todo para los hinchas cuervos.

Hermosa combinación de fútbol y literatura, ésa que debe emocionar donde quieran que estén a los Fontanarrosa, Soriano y tantas plumas magistrales que nos rodearon. Romeo leyó a Galeano, los niños se sumaron a esa lectura bajo el aura de la música ejecutada por Juanchi Bisio, ex guitarrista de Los Piojos y todo salió redondito.

"Hacía mucho que no leía para los chicos y con la actividad del fútbol uno se va olvidando todo esto. Y nosotros aprendimos mucho de los chicos. Cómo se vive en una escuela humilde, le ponen mucha voluntad todos, los alumnos, los maestros. La verdad que es impresionante. Me sorprendió el respeto cuando fuimos al comedor al saludar. Tanto que me puse a sacar fotos. Fue muy lindo, cómo los chicos se callaron y atendieron a lo que decíamos", expresó con sinceridad el 9 del Ciclón. Felicitaciones y esperamos el próximo capítulo.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Palabras iniciales por Roberto Fontanarrosa

"No esperen de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo".

Roberto Fontanarrosa. Prólogo de "Usted no me lo va a creer y otros cuentos".

miércoles, 22 de julio de 2009

2 años sin vos

*Memorias de un wing derecho. "El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos".

Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya. Abriendo la cancha. Y eso no me enseño nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros o ponerle al arco como venga. Para eso son wines. No me vengan con eso de wing “ventilador” o wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya. Abriendo la cancha para que no se amontonen los forwards en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué m... juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.

¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de la formación clásica: el arquero bien parado en la raya y atento. Por ahí escucho decir que Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha... Y bueno, así le va. Yo al arquero lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después una línea de tres. Después otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace que jugamos así y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800. Yo solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las dos de la matina, me atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta. Yo solo... Maradona... ¡Por favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro. debe llevar más de 12.000 goles. por debajo de las patas... Y...¡el tipo está ahí!donde deben estar los centrofoward. En la boca del arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum! adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde están los japoneses. ¡Nos ha amargado más de un partido, eh! Yo no he visto los goles que nos ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.

Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos wines que son dos salames. Por ahí si jugara al lado mío él también habría hecho como 12.000 goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré servido goles! Me acuerdo el día del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de siglo. Sacaron la lona que cubría la cancha y le juro que nos escegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi no podía ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco. Las bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el plomo. O el piso, del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco cuidada está. Pero bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que los muchachos estaban alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental y ellos se habían reunido en el club para irse todos juntos en el camión para el partido. ¡Huy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se encontraron con que la Comisión Directiva había comprado el metegol. Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban inaugurarlo esa noche cuando los socios se juntaban en la sede social a comentar los partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!... apenas los muchachos vieron el metegol al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en meterlo adentro.

¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que había de haber entre 20 y 25 años personal viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y había apuestas y todo. Le digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no me atrevía a levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba.¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante, tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía, dije: “Hoy vamos a andar bien”. porque también es importante el tipo que a uno le toque para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un fenómeno, pero si el que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo apenas noto cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia , nada más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y ya sabe cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero ese día se ve que el tipo conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está aburrido y para matar el tiempo se juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de darles una mano pero al final el que queda como un patadura es usted. Cuando el culpable es el que tiene la manija. Y usted los escucha gritar: “¡Qué tronco es el siete ese! ¡Qué animal el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no. Ese día tuve suerte, lo que es importante en un debut. Y más en un River-Boca. Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya tengo como 30.000 clásicos jugados y así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera pelota en la mitad de la cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos. Somos equipos que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante. De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me acuerdo que se llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y además porque durante cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese tipo! Lo arruinó la bebida. Cuando llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un día me hizo hacer un molinete y yo cacé un chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me quería hacer pagar a mí el desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté. En la defensa no andábamos tan bien porque el que manajaba a los tres era un salame. Un paspado. Pero con los de adelante bastaba.

No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se meten todos abajo. Están locos. tres pepas hice ese día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón. Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a Luque. Un gol, me acuerdo, un gol, la bola rebotó en el corner y se me vino. Ibamos perdiendo uno a cero, porque ¡ojo! habíamos arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la astillo. La empecé a pisar y me la traje despacito para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el once también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el fullback me tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a patear y cuando veo luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me marcaba me tapaba bien. Entonces yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi lado, como para meterle un derechazo cruzado, al segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el arquero cubre el primer palo, de revés nomás, cortita, la toco para el medio. Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema que abolló la chapa del fondo del arco. ¡Qué golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha y ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro que me grita: “¡Ah!”. Y se la toqué. Lo mató al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen.

¡Qué partido fue ése! Y para esta noche tenemos uno lindo. Si es que vienen los muchachos. Porque los escuché decir que iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez al club trajeron una. Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic” “plinc” , “clun” y unas sacudidas. Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los muchachos siempre vuelven. Porque el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con esas cosas! Son modas que se ponen de moda y después pasan. El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad. ¡Por favor!

miércoles, 1 de abril de 2009

Viejo con árbol por Roberto Fontanarrosa

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo. Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos. Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

—Ojo con la vía alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban. —No pasan trenes, casi tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido. —¿No vino la hinchada? ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo. ¿No vino la barra brava? Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos. —La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá bromeó alguno. —Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo. El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción. —¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.

—No sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado. Música dijo después, mirándolo de nuevo. Algún tanguito? —probó el Soda. —Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora. El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo. —Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo. El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa. —Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado. El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó. —Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura...

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo. —Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura. Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció. —Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza... El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León. —Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable. —Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro. El Soda se tomó la cabeza. —¿Qué cobró? —balbuceó indignado. —¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió? El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo. —...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo. —Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—... Eso es el fútbol.

sábado, 19 de julio de 2008

Se te extraña negro...


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