A veces no hay que decir lo que se siente, hay que guardarlo, ponerlo en un sobre lacrado, pensar la situación, preguntarse por qué razón hay que sacarlo a la luz, cómo, qué palabras utilizar, el lugar, el tiempo, tantos factores desparramados en la mesa de juego y tener la inteligencia y lucidez de elegir la carta correcta en un mazo tan amplio, clavados en la gamuza verde con una variedad de naipes que saben cómo seducirlo. Poder jugar a ser René Lavand por un ratito, hacer una jugada maestra, pegar el zarpazo y llevarse a la cama la chica que todos desean. Ilusión pura. Y decirles “no se puede hacer más lento”. Quién pudiera, ¿no? Caer en la certeza que, por más alta velocidad que le ponga, no se va a llegar a mejor puerto, que mejor que correr con premura es saber conducir con el GPS actualizado y los papeles en regla. Recordó La Falda , el camino de tierra que lo conducía a la cabaña, unos pocos negocios a los costados, heladería, casa, árboles, casa, heladería, artesanía, bar, artesanía, artesanía, farmacia y el bar enfrente del viejo hotel, con los sillones blancos y esa lámparas altísimas en la puerta, el mismo donde la conoció a Flor, la princesa hipocondríaca que mezclaba buscapina con alplax, que se iba al baño cada dos minutos, que estaba presente con sus ojitos negros, cerrados, pero a su vez no, que saltaba, gritaba, enfurecida, sacada, que le apretaba el brazo y lo llevaba al piso de maderas uniformes sólo para bailar, con su sonrisa imperfecta, el flequillo al costado, la boca bien carnosa y la temperatura perfecta: la mujer ideal para emborracharse con fernet hasta las ocho de la mañana, mirar las sierras, coger desenfrenadamente, prometerse que no iban a ser solamente un amor de verano y ya que estaban reírse de aquellos que prometían lo mismo.
En La Falda comprendió que el detenimiento en cada paso permitía una disminución en su propio kilometraje interior, observó las puertas abiertas de las casas sintiendo añoranza de otros tiempos, de su infancia con la mamá esperándolo con la puerta abierta para prepararle el café con leche y ver a las cuatro en punto el Inspector Gadget, sintió el olor que le impregnaba en la ropa ese desayuno casero que preparaba la tía Josefina, la mermelada artesanal, hecha con sus propias manos que se estrellaba contras las tostadas recién hechas, calentitas, el pan casero, los criollitos, oyó el sonido de fondo de la radio con tonada cordobesa y transpiró el largo rato que caminó tratando de aliviarse las angustias. En la transpiración se expide todo lo malo, todo lo que atormenta, lo que sulfura los pensamientos. Y también el escribir y escribir, el correr desesperado a los papeles garabateados cuando una idea aparecía insolente de la nada. Escribir como catarsis, una y otra vez, insistir sobre el texto, machacar en las ideas, borrar, escribir, borrar, cambiar de persona, acordarse de antiguos amores, incertidumbre, temores, describir lo que sale del cerebro, como si eyectara una cintita blanca, ésa que se usa en los electrocardiogramas, llena de información, imágenes, sensaciones, olores, todo que está en uno, los ingredientes de la receta que le enseñó aquél profesor de Literatura que tuvo en el Nacional en cuarto año. Federico Castillo, su nombre. Se acordó cuándo le contaba algunos problemas y él, siempre, intrínseco, con la misma prédica: escribí pibe y se te pasa, vas a ver. Fue una amistad que traspasó el aula, una guía espiritual en aquellos inicios en la facultad, en el descubrir el mundo Puán, los pisos, con quién hablar, por qué autores bucear, qué cátedras elegir, a cuáles fiestas ir, cómo tenía que moverse en el “famoso” patio, una pieza sustancial que lo ayudó a ser en esa época donde Letras lo fue todo, donde devoraba páginas leyendo a Borges, Bioy, Aira, Piglia, Sarlo y Saer, en el descubrimiento de un mundo que sabía que existía, tenía un lejana comprensión, pero que ahora estaba así, de topetón, tan cerca, al alcance de la mano. Pero Fede un día se cansó de la Ciudad , encontró laburo en un colegio de Los Antiguos y no lo volvió a ver. Quiso cambiar el rumbo de su vida, una decisión valiente, con una carga tremebunda de testosterona encima. Lo extrañó como a esos seres que forman parte de la escenografía propia, con actores principales y secundarios, queriendo retroceder el tiempo para volver a ésos momentos sin responsabilidad, sin nada que pensar, sólo leer y agarrar birome y papel.
Sin embargo, su ausencia no puede compararse con la de Carolina, no hay grado ni punto de comparación. De ella apenas quedaron guardados unos mensajes que, con precisión de escultor, trataba de que no se borraran ni meter el dedo en el lugar equivocado, si la casilla se llenaba, borraba manualmente, estaba prohibido tocar el botón de eliminar todo. Ésos mensajes eran la constitución de su último bastión, borrados ellos, lo poco del imperio que había imaginado con ella, etéreo, abstracto, del que nada (o casi nada) pudo convertirse en hecho verídico. Como si fuera el año 476 d.C, y la Roma soñada por los grandes emperadores quedara hecha polvo, añicos. Que la inmortalidad tenía fecha de vencimiento, que lo que somos se ubica en una góndola, que la fecha final llega, irreversible. Podía ocurrir eso con apenas apretar borrar un par de veces, pero no lo quería, no podía tolerar una destrucción total de lo que imaginó, debía guardar aunque sea una mínima esperanza, una breve muestra de lo que podría haber sido si la ruleta jugaba para su lado. La sensación de exclusividad que sentía al repasar ese montículo de palabras que tenían como destinatario su nombre, que ella había pensando en algún momento en él, alivianó el aire, abrió los pulmones para respirar, pudo ser que el recuerdo de La Falda y su aire serrano lo hayan ayudado en tal proeza. Carolina todavía tenía la potestad de que, sin mover un dedo, lo hacía sentir bien. Aunque ahora estuviesen a miles de kilómetros de distancia.
Carolina, 27 años, recién recibida de arquitecta, morocha, alta, piercing en la nariz, algunos agujeros en el lóbulo izquierdo, simple, especial, linda, muy linda. La conoció hace 16 años, en un marzo lluvioso, compañeros de inglés particular, la primera vez, llegó tarde como casi siempre y el único lugar disponible estaba en la fila del medio, en el último banco, pidió permiso, dejó el paraguas al costado, se sentó y dio vuelta la cara, ahí fue el primer contacto, ella delataba aparatos, él un acné incipiente, luego curado con una dermatóloga que Carolina la recomendó y fue santa solución, le dio unas toallitas humectantes, mucho bronceador a la mañana y al mes el acné grado 2 despareció por completo. Se acuerda de esa imagen como si fuera hoy, miss Susana dando la clase, el pizarrón verde vacío llenándose de palabras desconocidas, que past simple, que la tablita de los verbos, que esto, aquello y la mirada de Carolina esforzándose por ver, sacando ímpetu desde las cejas y cambiando la fisonomía de su cara. A su alrededor, nada parecía tener sentido. Seguía siendo igual de linda, una belleza inocente, la misma beldad que observó por última vez cuando se fue, en la esquina de Pedro Goyena y Víctor Martínez, ahí en Caballito, el barrio de los dos, el de siempre. Estaba más curtida, más guasa, pero mantenía rasgos que le recordaban a esa tardecita lluviosa de marzo, a la chica soñada, a la que el destino te la marca. La prolongación del amor tiene eso, la misma persona se modifica pero igualmente la eficacia no difiere, es una fortuna que eso le pase a un ser humano, una excepción a la regla, el amor no siempre golpea puertas en forma heterogénea, a veces selecciona, te dice a vos sí, a vos no, a vos tal vez, a vos quizás te pase el tren una sola vez y no seas tan pelotudo de dejarlo pasar.
Carolina nunca se ató a lo convencional, lo fue descubriendo con el paso del tiempo, la brusquedad en el ser es puro maquillaje, tenía razón su abuela, la procesión va por dentro, sigilosa, presente. Ella liberadora, creyente de la libertad como fuente de existencia pero no desde la mirada hippie, con polleras floreadas y morral en el costado, quizás más sartreana, no se sabe, sino desde la cabeza, en la construcción de sí misma como una mujer diferente, algo reflejado en el sufrimiento de la madre, sola, abandonada por un tipo que la dejó y se fue a la mierda, con dos pibes de postre. Es la conservación humana, finalmente, que imposibilita repetir movimientos, acciones, que sólo traen dolor como recuerdo. Sintió la diferencia entre ambos, el instinto conservador arrasaba en la figura de él, familia italiana, cuidar el mango, nunca alquilar que tirás la guita en un pozo sin fondo, vivir en la loma del orto pero que la casita sea tuya, los tan mentados ladrillos. En el amor, igual, casarse, quejarse, aburrirse, miedo al cambio, algún cuerno de vez en cuando, contar los años para jubilarse y final de la historieta. Salir de ese círculo vicioso tiene dejos de hazaña. Romper las estructuras también, el dolor arrasa la mampostería, el techo, las persianas chocan y vuelven, se remontan las cortinas, viento y más viento, la sensación perenne de que todo va todo al carajo.
El viaje a Bogotá, el cumplimiento de ese dicho que estaba en el aire y nunca se cumplía, la satisfacción esa madrugada en Ezeiza, sonriendo los dos, felices, luego de algunos meses ahorrando para llegar a tierra colombiana, aquella noche, tan cálida, que se acostaron, lo lindo de saber que la relación siguió como siempre, recorrer ese sitio que tanto habían imaginado en los bares de José María Moreno, en las caminatas interminables, en los abrazos cuando uno u el otro estaban tristes, en el acompañamiento de años, en un silencio que prefirió no embarrar nada, ser así, tener la capacidad de llevarlo y enaltecerse de sentir lo que siente por ella. Parte de una ilusión, un lugar donde hoy se sentó, levantó la cabeza, respiró profundamente, sonó el celular, atendió y era Carolina, que lo llamó desde Toledo, que lo quiere un montón, que falta poco para que venga a Buenos Aires, que por favor la extrañe.
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