Me acuerdo del palier extenso,
los cuadros al óleo, las paredes altas, el techo más todavía, bien profundo con
cierta humedad inalcanzable, el espejo arriba de la mesita, el alcohol, el
ventilador de pie, también las cortinas blancas que iban y venían en las
puertas un poco percudidas por el polvo que corría aquél junio, un mes de
desasosiego para nosotros, en un recuerdo que desaparecía y de golpe volvía a
imponer su presencia, una forma en que tornaba a solidificarse. El piso que
crujía con cada paso, sean pies grandes o chicos, sean 45 o 37 de una dama, un
parquet venido a menos de un marrón claro, y el crujir, de eso sí me acuerdo,
la posibilidad que te da vivir un tiempo y saber que las cosas terminan
envejeciendo, en forma inexorable, lo que ayer fue vitalidad y pureza hoy se
convierte en lúgubre y repulsivo. Las cosas, las personas, lo mismo, cuál es la
diferencia.
Las ventanas tapadas,
implacables para que no llegue la respiración de afuera, ese olor a encierro,
nauseabundo, a un aire que decidió quedarse en ese espacio y no moverse, agrietarse
sin dejar de soltarse a las partículas del sillón naranja, el colchón finito,
partes del placard, las sábanas revueltas, vender y vender cosas, fragmentos
sueltos, polvo, suciedad, cucarachas, la no luz, la oscuridad, el fin de todo.
La familia desagradecida, los llamados sin atender, la desidia, el olvido, el
rencor acumulado que no se va, que no se transforma, que aún peor, sigue
quedando como un combustible podrido. Pienso en una obra de teatro, el telón,
las luces, lo estruendoso, lo dramático, lo gracioso, pero después el telón se
cierra, las luces se apagan, lo estruendo, lo dramático, lo gracioso, pasa a
transformarse en un silencio eterno e insoportable. Recorro mentalmente cada
sitio, cada partecita de nosotros, un lugar multiplicado en miles, un origen,
una identificación, algo que nos representa. En el fondo, en la obsesión por el
vértigo, los cambios, el vivir, debe haber una sombra que nos haga reconocer al
que fuimos, un recordatorio o algo así. Y no con una melancolía berreta,
insulsa, que nos perfora en la falacia que el pasado fue mejor como una melodía
de tango sombría sino buscar partes del rompecabezas del pasado en que uno fue,
no sé con qué propósito o objetivo, pero indagar, hallar, hurgar, en eso
encontraremos respuestas. Los hombres siempre necesitamos respuestas. Antes,
ahora, mañana.
Estoy a cincuenta
metros de volver a la casa de mi infancia. Mi casa. Nuestra casa. Quedé como
único testigo, la naturaleza fue sabia y supo entender qué era esto del trasvasamiento,
las cosas tenían que ser así, los muertos como marca la cronología, hay que ser
agradecido. Camino cada baldosa, uniforme unas, indistintas otras, camino la
misma tierra que atravesaron las rueditas de mi bicicleta, esa azul, apoyando
las patitas con toda velocidad y más y más fuerza, el viento en la cara, abrir
la boca y sacar bocanadas de humo, esos meses de junio que no son mis meses de
junio, que fueron otros a pesar de seguir teniendo 30 días, que siguen estando
en el mismo nudillo cada vez que con la mano hacemos diferenciar los meses que
tienen 30 y los de 31, ése mes que viró su carácter, su naturaleza, su ser, al
menos para mí. Sigo, relojeo el exterior, ni mejor ni peor, tampoco cambiado,
tampoco igual, no sé qué término podría cuajar con la descripción, no es un
sinónimo, no es un adjetivo, quizás no haya concepto, quizás en el fondo no
quiera buscarlo porque sé que me va a doler. La tengo enfrente, cierro los ojos
por uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho segundos, abro y decido no
ver, una fuerza interna me imposibilita que la retina funcione, ya es momento de no concentrarse en nada, sólo
dar vuelta la cabeza y enfilar a la dirección contraria, entender que quizás
sólo llegue a ese momento de fortaleza, que más no puede, que en otro tiempo
será distinto. O no.
1 comentarios:
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