Miró y supo que
estaba todo bien. Deseaba que no pasara el reloj, que se quedara clavado ahí, a
las diez y media, vio la copa de vino llena, volvió a mirar y se sintió bien.
Atrás el olvido, adelante una sonrisa. En esa gente encontró comodidad, el
resquicio para respirar de las vivencias ajenas que no le importaban mucho,
estaba con ganas de, por fin, encontrarse a sí mismo, sin ninguna terapia de
por medio, ni aranceles, ni treinta sesiones, ni obra social, nada, volver a
ese chico que juntaba hojitas en Punta Alta, con ese frío que le calaba los
huesos, que ni soñaba con esos fantasmas que vendrían después, que era, carajo,
era él, el mismo que se escabullía de la mirada de mamá, tapado y tapado, con
el gorrito azul de lana, corriendo por la calle. Se le vino a la memoria esa
imagen, las fotos en la Bahía Blanca ,
él arriba de la calesita, mamá viéndolo haciéndose la distraída, tan linda
mamá, tan linda, miró el reloj y marcaba y treinta y cinco. No le importó.
¿Cuándo se perdió? Se perdió y punto, no encontró una fecha de esa salida del
mundo, pasó y no hay vuelta atrás. Se perdió y se volvió tóxico, se aferró a una
indignación que no le pertenecía, se enfureció en una herida que nunca quiso ni
pudo resolver. La siguió viendo, detenidamente, alta, tan estética, con ese
flequillo al costado y esa presentación de su sonrisa, tan compradora, remarcando
los hoyuelos sin querer, tanto que lo enamoraba demasiado. No encontraba cosa
más linda en el mundo que ella. Lo calentaba, le gustaba tanto. La soñaba en
las noches, en las poses más sanguinarias, soñaba tocar sus tetas, apretarlas,
besarlas, llegar a ese clímax único; en las tardes, desparramarse en el pasto
con ella y mirarla, no cansarse de verla; a la mañana percibirla en pijama, con
la cara lavada, dormida, tan dormida. Veía en ella esa misma carga de tristeza
que tenía él, la tenía a dos sillas, estaba ahí, sonriendo y sonriendo con la
luz que le iluminaba el pelo, renegrido, enamorándolo cada día más, comiendo su
comida, con ese vestido negro, las medias del mismo tono, los zapatos.
La sabía
enamorada, tampoco le importaba. Ése era un detalle menor, algo insignificante a
comparación de lo que sentía él, lo todo que quería por ella. Por aparecer y
cambiarle la vida, de generarle esos insomnios únicos, irrepetibles. Por
convertirse en su pequeña obsesión, en la única llave que abría el cofre de su
soledad, la única capaz de modificar la corriente, llevarla a aguas más
transparentes, tranquilas. Que estuviera enamorado de otro le resultaba
secundario, esa excusa de poder tenerla alguna vez le daba oxígeno, sustancia
roja en el corriente sanguíneo, le hacía acelerar el pulso. La vida, pensó,
mientras se saciaba con lo último que quedaba de vino, reside en vivir en
plenitud ésos momentos, de incertidumbre, de esperar con un dos de copas, a ver
si la mano viene provechosa, si nadie ligó y quién te dice, pegar el zarpazo. En
esa espera está todo, todo ese misterio sin descubrir se abre de par en para en
ese tiempo tan finito pero tan eterno a la vez. El reloj cumplió su propósito
natural, el deseo de quietud no prosperó. La vio buscando su campera en la
pieza, irse por el pasillo, no sin antes saludarlo como uno más.
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