Retruena la voz, acomoda sus pertenencias y se va a un lugar indeterminado, confuso, imperceptible para los demás. Se descolora la imagen, el sonido del viento chocando, los árboles en continuo movimiento, la fuerza intrínseca a la vista, natural, que despliega un mensaje oculto, indivisible. Avanza a paso presuroso, se intimida a sí mismo, va a buscarse. Es otro día, el sol golpea en la cara, el reloj marca seis y veinte, pone la radio, se acomoda las manos por detrás de la cabeza, hace fuerza para estirarse, una y otra vez y se queda. Los músculos se fuerzan hasta el límite, buscando ese ruidito, tan sonoro, de objetivo cumplido. Escucha voces de la radio, que tratan temas de actualidad, pero sumerge la vista en su verticalidad, en lo que lo rodea, la silla y la mesa del costado, una ventanita, las paredes del baño descascaradas, los retratos de flores en la pared, el olor a lavandina, el piso con esa madera vieja, renegrida. Y humedad, mucha.
Respira por nariz, exhala por boca, cuenta, uno, dos, tres, cuatro, busca el sueño de vuelta, trata de hundirse en el colchón, finito, que ni le llega a los pies, trata como sea. Paralizarse, sentir que la respiración mengua, cerrar los ojos y dormirse, sentir el momento que el cuerpo se oxigena, que se alimenta de sí mismo, ése estado de levedad, que es finalmente lo que busca. Y el ruido en la cabeza empieza a surgir con una melodía, un tango de Edmundo Rivero, algo del escolazo, la voz tan perfecta de escuchar, todo en su cabeza, cada frase recitada. Se queda dormido. El reloj marca las once y diez, se encuentra con los brazos al costado, los ojos cerrados y otra vez el ruido del viento que roza el vidrio de la ventana, un otoño que ya empieza a mostrar los dientes. Salió a la calle, con hambre, es otro día, otro momento, otras sensaciones, es hoy.
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