Díaz Bardelli, así señorita, con z de zorro, b de burro y doble ele de llama, así, así muy bien. Julián corrige a la chica, ejemplifica cada letra en una tarea minuciosa que trae su respectivo ejemplo, siempre animal, y da por cumplida su misión. Luego, respira, exhala, junta las cejas, casi uniéndose, y por decantación cierra los ojos, carraspeando la voz. Ese dolor incipiente de muela, (“¿Es la de juicio? ¿Me la sacarán? ¿Me dolerá? ¿Tratamiento de conducto? ¿Por qué me pasa todo esto a mí?”) lo depositó en ese salón espaciado, impoluto, con sillas unidas, cuatro por fila, con ese aroma de perfume berreta, que lo deja absorto puteando interiormente a los de la obra social (“Con los que pago, no te pido un Carolina Herrera pero al menos no esta imitación, burda y fracasada de colonia Pibes”). Sabe que es una batalla perdida. La Fiscalía no va a tomar el caso, piensa mientras observa a una joven saliendo del pasillo con sus flamantes brackets. “Pobre, dice murmurando, debe tener la ilusión de salir a la calle y que la alaben por preocuparse en su futura salud bucal. Mentira, se le van a cagar de risa en la cara. Como a mí, con la demanda por los aromas que emanan desde la sala de odontología”. Maldita burocracia, maldito país que no hace nada.
“Señor Bradelli, aguarde y lo van a llamar desde la pantalla. No, Bardelli, señorita, con b de burro y doble ele”. A la secretaria poco le interesa la corrección, mira de costado su reloj, con malla blanca y agujas finitas, muy finitas, para saber cuándo se irá de ese lugar inmundo, que la maltratan y encima le pagan dos mangos. Julián se sienta, vuelve a hacer una mirada general y solamente pide que su nombre aparezca bien escrito en el LCD, más que por el llamado en sí. Si sale mal, escándalo asegurado. Piensa en la muela y no le duele. “¿Para qué carajo vine?”
Escucha un ruido, una imagen se detiene frente a sí, aguardando, esperando. Ahí, está, Ariadna, Ari, la chica alta, con ojos saltones, pálidas, ese largo pelo negro. Secundaria, Bariloche, 1987. Aquella que lo miraba, lo insinuaba pero sin éxito; sus ojos estaban puestos en otro lado. Está igual, irrumpe esa idea en su pensamiento. Igual, igualita, el mismo packaging pero en el medio pasaron 25 años, una versión beta de lo que fue, un expediente sin resolución que se puso amarillento. ¿Seguirá enamorada de mí? Julián sonríe, al pasar se hace un par de preguntas pelotudas, se roza los cachetes, ese movimiento hábil que hacía a las maravillas cuando intentaba conquistar a Susana, y de golpe se le vienen las imágenes de ella, ésas piernas, ésas tetas hermosas. “¿Dónde estará ahora?”
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