Nosotros usamos el odio como factor de
cambio. Y lo sabés. Gastón se tocó la barba, crecida, de varios días y largó la
carcajada. Yo no pude contenerme la risa, tragué y la garganta me seguía doliendo,
las paredes seguían blancas, llenas de pus. La noche había sido larga, ya no
estábamos acostumbrados a esas maratones cronológicas; el cuerpo nos pedía
descanso, una cama ni más ni menos. Las cervezas, los tragos, la billetera
vacía, las minas que te dicen no, tal vez, quizás, algún sí no querido, los vericuetos
de una noche en la que no tenés nada que perder más que un par de billetes de
Roca. Nadie se quiere enamorar de nadie, todo tiene algo de desechable, ellas,
vos, yo, y tampoco está mal.
Lo quería a Gastón, uno de ésos hermanos
que te entrega la vida, que te conocieron ya curtido, gente que en esa
autopista cotidiana se te pone al lado y te dicen, che mirá, tenemos el mismo
auto, están hechos mierda pero vamos con destino similar. Un tipo que iría
adelante tuyo y de copado nomás te paga el peaje para que vos pases sin perder
tiempo. Un tipo así. Que no conoció al radiante con guardapolvo como
vestimenta, de colegio católico, puro, virgen, sino a otro tipo, con miles de
cagadas encima, que fue, volvió, la pifió, acertó (sí, sí, acertó), que por
vergüenza calló, que por vergüenza hubo amores que no supieron lo que sentía.
Con Gastón no haría falta ir a una
reunión de la primaria vía Facebook y sorprendernos de que Pablito dejó de ser
el escuálido de siempre y ahora está más cerca de pelear contra el Patón
Basile; que Ludmila ya no es más ese esperpento, obeso, que usaba botines, sí,
botines, qué hija de puta, para ahora convertirse en una 7, 8 puntos. ¿Por qué
no invertí ahí en ese momento? Qué pelotudo. Un resto, algo, lo que quedara, cinco,
diez pesos, bueno veinte como mucho, no, no, claro, el señorito buscaba la
perfección, sólo tenía ojos para Yael Giménez, la mina que nunca le dio cabida
ni le dará, la que le queda pegado el recuerdo de esa caminata por Rivadavia,
habían sido tres o cuatro cuadras, del hecho en que ella caminaba con vos, te
registraba por primera vez, de los nervios al estómago que te dieron apenas le
dijiste que la acompañabas a la casa. De lo descompuesto, pero feliz que
llegaste a tu casa. Yael, la misma que vio por Facebook hace poco y la vio tan
radiante como siempre, con esos ojos verdes suaves, tan plácidos. ¿Qué estaría
pensando cuando le sacaron esa foto? ¿Por qué la eligió como perfil? Hermosa,
Yael, hermosa. Lástima los viejos que con un apellido Giménez le ponen Yael. Se
careció de un poco de sentido de común. Le ponen nombres indígenas con
apellidos europeos y en esa suma el resultado tira error, fail, la calculadora
se queda sin pilas.
Nos sentamos a tres cuadras de casa, cerveza
en mano, veíamos a Alberdi pasar, en nuestras narices, el 126, el 55, el 4, el
180, nos acordamos del viaje a San Justo para ver a Guasones, de la rotonda,
que Andrés no sabía lo que era una rotonda, de lo fuerte que está la madre de
Germán, que es un gusto a escondidas, que el universo se nos llena de ratones
al verla. Tan prominente, tanta experiencia recolectada, tanto pensamiento
pecaminoso. Gastón me decía que había comenzado una cruzada contra los negros
que usaban el celular con altavoz en los colectivos, que tenía pensado hacerse
una cuenta de twitter, un blog, una fan page, que ése odio que emanaba al
verlos se había transformado en motor revolucionario, que empezaba con esto y había
todo un mundo para cambiar, que por favor me sumara. Gastón me lo dijo serio,
borracho pero serio. Yo me volví a reír.
1 comentarios:
Menos mal que volví para leer esto.
Un gustazo.
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