Pasó el tren y
gritó con toda su fuerza, sintió que la garganta se le quedaba seca, áspera sin
fuerzas de nada. Vio pasar los vagones y creyó que todo lo que emanaba se lo
iba a llevar el San Martín, que toda esa mierda acumulada, como borrarse no
podía, al menos iría a parar a otro lado, a Pilar, Palomar, San Miguel, William
Morris (¿vivía alguien ahí?), algún lugar donde depositarse, creyó finalmente
que esa bronca, angustia, lágrimas irían a parar a otro lugar demasiado lejos o
que le caería a otro u otra, eso no le importaba. Un momento que bregó por egoísmo,
que se joda quien se tenga que joder pero que no desemboque de su lado, basta, basta de crecidas en donde
pongo los pies rogó llevándose las manos a la cara. Lo de gritar mientras
pasaba el tren lo imitó de algo que vio en una película o una serie de acá, o
una serie de acá que se lo robaron a otra película, la inventiva tiene difícil
portador a veces. Y más en la Argentina. Al borde de la vía, luego del
entierro, entendió que ya no iba a escuchar la voz de ese ser querido, que
rápidamente se le había borrado del vocabulario sonoro, lo sufrió así, la
partida, la ausencia, el no ser, pero con todos estos aditivos horribles, fríos
pero tan veraces, tanto que de sólo pensar en eso se angustió. Pensó que la vida no se dividía por años, que
ese suceso, la oscuridad de esa casa velatoria, familiares que hacía veinte
años no veía, mamá llorando, Pablo a su lado, como siempre, abrazándolo, significaba un momento de ésos
que te cambian, que hay un cambio interno generado por el exterior, de qué más
necesitaba para cambiar las fichas de lugar, que el lugar en la ruleta nunca le
llegaba. Era necesario cambiar la apuesta, modificar la jugada, arriesgarse
más. Lo vio en esa pared, en ese baño mugroso de la calle Urquiza, saliendo del
Mariano Acosta luego de clase, escrito en marcador rojo, mezclado entre putos
que pedían pijas y dejaban su celular, insignias deportivas o puteadas a
Cristina, que yegua, que puta, algún mensaje trosco y la frase, así escrita,
oculta entre tantas vaguedades, “el que no arriesga, no gana”. Se quedó con esa
imagen, si no arriesgaba ¿cuándo lo iba a hacer? ¿cuándo sería el momento? ¿San
Martín supo cuándo tenía que cruzar Los Andes? No, el tipo calculó algo pero
tuvo en su mayoría instinto, vio que era el momento y fue. ¿Diego supo que iba
a hacer ese gol a los ingleses, pasarlos como postes? No, puta intuición, nada
más. Nadie le dijo el momento en que tenía que salir a escena y descoserla.
Estaba dentro suyo, estaba dentro de ese grito que pegó contra las vías, en los
insultos proferidos, allí coexistía el odio pero también un mensaje oculto, una
señal que te dice que es ahora, que así como estaba no podía esperar más. Llegar
a esa sensación de desesperar. La peor,
tal vez el hambre le gane pero por muy poco. Supo enseguida que la finitud de
la vida deja a algunos muy pero muy vacíos.
Huracán y sus homónimos argentinos
Hace 3 semanas
0 comentarios:
Publicar un comentario