Mucha lluvia, mucho barro, las
zapatillas sucias, con tierra acumulada, la niebla más espesa que de costumbre.
No encontrar las llaves, palparse el pecho, el culo, hurgar en los bolsillos
del jean, y no están, no están, no están. ¿Te fijaste en la campera?, me
pregunta Martina, empapada, con el maquillaje corrido y cada vez con menos
paciencia. Siempre odió ese aire de preámbulo que hago de cada paso en mi vida,
cargando una ceremonia atrás invisible, para todo su tiempo. Ella odia eso de
mí, yo tanto de ella. Me fijo en el bolsillo de la campera y la búsqueda parece
en vano, luego giro hacia la puerta de casa y escucho el chasquido, un ruidito
imperceptible que venía del agujerito arriba, en el bolsillo ése que no sabe
para que lo ponen pero está, abro rápido el cierre y ahí están, esperándome
salir a la luz. Pasaron como 5 minutos, un tiempo prudencial de ceremonia y la
cara de Martina ya me habla demasiado. La convivencia no nos es fácil, las
rispideces corren a una velocidad insuperable y los aciertos, las miradas
cómplices de antes, el sentirnos Xavi e Iniesta ante 80 mil personas van
destiñiéndose, no a esas fotos blanco y negro que están tan de modo ahora sino
a una decoloración más dramática, más amarillenta, más amarga. Ni Instagram
pienso que nos puede salvar. Pienso a esta relación como cualquier pelotudo que
leyó dos libros de Economía y tira ante la pantalla, “los precios suben por
ascensor, los sueldos por escalera”, con un aura de gurú berrera y olor a
comida rápida en plaza Miserere, a una pelotudez que está buena decirla, bueno
no importa. En el cliché estúpido hay algo cierto, hay momentos que en que los
sentimientos se contraponen, se ponen frente a frente, a discutir, son
sentimientos, son esencia de los dos, pero ahí están se desafían en ritmos
distintos, en eso pienso cuando hablan de ascensor y escalera, los sentimientos
tristes avanzan implacables, los otros, los que construimos durante 3 años y
medios están retaceados, no me quieren subir la escalera, no me quieren tomar
el nesquik como decía mi abuela. Como que nos falta algo, como que alguien vino
una noche, se nos sentó en el borde de la cama con la bata blanca, una sonrisa
implacable, sacó la jeringa y extrajo lo que sentíamos uno del otro. Y se fue.
Y no nos dimos cuenta, carajo, nadie nos avisó, o no nos pudimos dar cuenta, o
peor, no nos quisimos dar cuenta. Pero pienso que al escribir esto, después de
tu ataque de llanto, después de decirme que te acostaste con tu compañero de
facultad, que se te fue de las manos, que nos estamos yendo de frente contra el
paredón, que no me aguanta más, que no te aguanto, que no nos aguantamos, que
me vaya, que quiere estar sola. Escribiendo esto desde lejos, viendo la
tormenta terminarse, ya vislumbrar algún rayo de sol, sólo pienso en reconstituirme,
en acomodar las partecitas, paulatinamente, en ése preámbulo que quiero para mi
vida, donde ojalá, debo admitirlo, estés vos.
Huracán y sus homónimos argentinos
Hace 3 semanas
1 comentarios:
Sos capo.
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