Basta. En un momento grité, abrí el
grifo para que se fuera toda esa agua marrón, pútrida, agria, y esperar
segundos y más segundos que el agua pueda cristalizarse, que vaya tomando su
color común, que la basura de la cañería se purgue por decantación. El espejo
me mostraba tal cual era, la barba crecida, despeinado, los ojos chiquitos, la
nariz muy roja pero no me reflejaba lo interno, la angustia, esa congoja que se
te pone en la nuez de la garganta, que te acelera el pulso, que sentís que el
corazón se te va del cuerpo. Esa puta sensación otra vez, que no se va, en
mojarme la cara una y otra vez tratando de que en el agua, que va y va sobre mi
rostro haya particulares de aire, mínimas, que me hagan seguir respirando. Momentos
que llaman a la rebeldía, a ser bien cinematográfico, ver la mesa llena de
papeles, la computadora, sellos, monotonía, bajeza, aburrimiento y tirar todo a
la reverendísima mierda. Y la putísima madre que los parió, a todos. Que el
impacto de los brazos, con venas visibles, que aguardan respuestas hagan el
ejercicio de la mente, escuchar el impacto de los papeles en el suelo, el
monitor despedazándose en vidrios que rebotan en la superficie. Cuánto soñé ese
momento. Una vez, al menos, que lo que se piensa, se haga. ¿Qué tengo para perder?
Quizás mucho, quizás poco, perdería todo si no me hiciera esa pregunta, si
naturalizara lo que me pasa, bueno, la vida es así, tendrás que acostumbrarte
varón. Yo no quiero acostumbrarme, en algún espacio debo ser quién soy, encontrarme,
todo lo que se vive se vive con la ilusión del llegar a ese sitio en que te
sacás todo, las zapatillas, el jean, el sweater, que quedás vos mismo, con lo
que hiciste de tu vida, con las consecuencias de lo que elegiste. Yo no quiero
vivir la vida de otros, al menos quisiera indagar sobre la mía, ir y
equivocarme, ir y acertar, repito y quiero que me escuchen: ¿qué puedo perder?
Elegí cambiarme, vestirme de negro, no por un duelo barato, berreta, haciéndome
el caótico, ay va él, guarda, no, la verdad que todos me chupan un huevo, sólo
quise vestirme mediante un estado de ánimo. Bajé, pasé el palier sin mirar, una
puerta abierta, abrí otra y la calle. Gorro de lana, abajo auriculares y
caminé. A los dos minutos, ya sintiéndome los pasos preferí cerrarme la
campera, hacía mucho frío, sacaba el aire por la boca y me acordé de las
mañanas en Tandil, chiquito, todo tapadito jugando a ser globitos de humo.
Quise caminar, llenarme de otros aires, ver gente pasar y que me imaginaba que
andaba con algo que me pasaba a mí, que en la acumulación de sentires me haría
sentir un poco mejor. Un poco más acompañado.
Huracán y sus homónimos argentinos
Hace 3 semanas
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