Ocurre una situación extraña en lo que entendemos por fútbol moderno: Barcelona te neutraliza jugando. Simple, no tiene la necesidad de poner cuatro perros de presa en el medio con el propósito de arruinar el planteo del rival. A todas luces se observan a esos técnicos, frenéticos en ordenar a esas dos líneas de cuatro que solamente destruyen intenciones. En Cataluña, la cuestión es distinta. Hablamos de valores que ostentan una capacidad fascinante tanto para atacar como defender. Te persiguen por todos lados pero claro, cuando tienen la pelota pasan por encima a cualquiera. Dualidad perfecta en este fútbol contemporáneo que exige una modificación de roles continuamente.
Real Madrid repitió la fórmula de Mestalla. Rigidez táctica, Ozil y Di María surcando las puntas con Cristiano Ronaldo libre. Atrás, parafraseando al Bambino Veira, Vietnam. Pepe, Lass, Xabi Alonso y los del fondo. Un librito estricto que Mourinho apeló específicamente en Inter en esa recordada Champions. No dio resultado. Barcelona no tropieza dos veces con la misma piedra. Intentó, abrió, dañó, dispuso del terreno para sentirse amo y señor. El mejor estado, el único con el que se siente cómodo.
Y Messi. Con el trazo fino de sus diagonales, la simpleza de sacarse rivales como postes y las apariciones fulgurantes como la del primer gol. La magnitud de un joven que rompe cualquier esquema previsto para detenerlo. Pido disculpas si reitero comentarios sobre el rosarino, ya hemos dicho tanto y sentimos que cada palabra nos resulta escasa, sin englobar todo lo que ejecuta Lionel a la perfección. El segundo tanto es la conjunción de habilidad y velocidad en su máxima expresión. Leo traslada su cuerpo con pelota en movimiento de una forma que aunque quisieran golpearlo tampoco podrán detenerlo. Ahí reside lo maravillo, lo esencial. Barcelona ahuyentó ese fantasma venido de Portugal con la mejor receta que conoce: jugar al fútbol.
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