
Messi mira, la perspectiva visual perdida, como si estuviese en otro lado. Pero guarda. Está latente, pensando la próxima diablura. Y llega. Han pasado varios años desde su irrupción en España y me sigue sorprendiendo la capacidad técnica y atlética de sortear rivales como si fuesen conitos en un entrenamiento. La postura corporal, vista fijada en la pelota y pasa, pasa, pasa y llega a destino de arco. Parece natural en él, pero no lo es, ojo. Con acciones así, de genialidad extrema, el resto de sus compañeros apenas contienen rasgos superfluos. Se me vienen a la cabeza la buena actuación de Nico Pareja, una apuesta de Batista, en la zaga; el segundo tiempo de Banega, mucho más comprometido con la pelotita, lo que más le gusta, y ciertas pinceladas de Pastore, con su fina estampa de crack que hace ruido en el Calcio.
Pero Messi cuenta con la potestad de eclipsar al resto en una sola acción. Los diferentes son indefectiblemente egoístas, en el caso del rosarino no por intención propia, como podemos pensar en un CR7 por caso, sino sin pretenderlo. Como un reflejo que surge por decantación. En esos raptos, segundos, agiganta su grandeza y escribe su historia con acciones como las de ayer.
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