En mi caso, si sigo viendo a San Lorenzo posiblemente a fin de año me embandere con las remera de los Yankees de Nueva York y empiece a escribir sobre beísbol. No falta mucho para este delirio, se los juro. Pero volviendo a la orquesta llamada Barcelona, un rompecabezas milimétrico, espontáneo, cuya propia espontaneidad es producto de una organización estructural que lleva más de veinte años, a partir de la llegada de Johan Cruyff.
Aquí se da el puntapié a un proceso fructífero desde toda vertiente crítica. Ante esta continuidad ideológica, más allá de los vericuetos dirigenciales, chicanas políticas, fallidos fichajes, etc, resulta indefectiblemente natural la combinación de esto que se llama Barcelona. Lo planificado decanta en espontaneidad. Todos saben a que están jugando. Josep Guardiola, un tipo que un capo de las letras como Juan Villoro lo catalogó de esta forma, siguió los consejos que daba en su tiempo su maestro Cruyff: "es importante tener entrenadores que contagien la alegría y el amor al arte, no los aspectos menos agradecidos y sacrificados del juego, sino su lado más luminoso y estimulante".
Sí, hay billetera, cómo que no, un delantero como Villa o un lateral como Dani Alves no se los consigue tan fácil. Hay que ponerlos uno arriba del otro. Pero podría jugar otro, tal vez un canterano, y la modificación de los factores no alteraría tanto el producto. La implantanción de una esencia permite eso. Pasarán los tiempos pero la impregnación de una manera de accionar este deporte permanecerá latente, presente. Ése es el legado que nos brinda este Barcelona. Fútbol, fútbol y si quedaba alguna duda, fútbol.
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